Conocimos a Guillermo Giráldez cuando éramos estudiantes, porqué vivía en la misma escalera de los padres de Teresa.

Andábamos desencantados con la escuela de arquitectura, en esos confusos años de principios de los 80, cuando la ola Postmoderna parecía empaparlo todo.

En ese momento, muchos estudiantes buscábamos desesperadamente ecos de los maestros anteriores al gran diluvio, que habían sido engullidos como la Atlántida, junto al brillo de su modernidad.

Nos parecía insólito que uno de los arquitectos más significativos de ese mundo anterior, siguiese activo en un universo paralelo tan real como la escalera de vecinos de calle Rector Ubach, en la que nos pasábamos el día.

Empezamos a abordarlo esporádicamente, hasta que decidimos enseñarle el proyecto final de carrera, en el que estaba Felipe estaba enfrascado. Recuerdo bien como su actitud reservada al principio, fue desvelando con cada entrevista una finísima ironía y ternura.

Tantos años después, nos damos cuenta qué aunque hablamos muchas veces con él, Guillermo nunca nos dio ningún consejo definitivo, ni indicaciones determinantes, a las que pudiéramos agarrarnos como un comodín para nuestro trabajo.

Hablaba siempre de su propia experiencia vivida, sin encaramarse sobre teorías abstractas ni pontificar. Explicaba las circunstancias que acabaron configurando en cada caso, la arquitectura de sus proyectos.

Señalaba a menudo la interacción que se creaba con Subías y Lopez Iñigo, sus socios de toda la vida.

A veces, hablaba también de su generación y de su aprecio por Antoni Moragas i Gallisà, que le había asomado a la modernidad racionalista, en un tiempo en el que nuestro país estaba aislado y faltaba el aire.

El era muy joven cuando construyó la facultad de derecho en Barcelona y que le situó, junto con sus compañeros de estudio, como referentes de una generación.

Su obra es realmente extraordinaria, porque interpreta de un modo personal el lenguaje moderno, para responder a las cuestiones concretas de la realidad local. En cada caso, su arquitectura aterriza perfectamente en el contexto y es capaz de transformarlo, con la agilidad de un verso que da sentido a todo el poema.

A lo largo del tiempo, hemos seguido tratándolo al menos una vez al año, con la excusa -y el privilegio- de visitar esos homéricos pesebres que siempre realizaba por Navidad.

Llamaba la atención la austeridad radical con la que vivía y su discreción, tan acostumbrados como estamos a los grandes gestos de nuestra profesión.

Ahora lo recordaremos, tan elegante con su media barba y la pajarita de siempre. Sabio, irónico y reservado, cultivando un mundo interior que sólo estaba dispuesto a compartir, con los que hicieran el incómodo paso de abordarlo.

Felipe Pich-Aguilera y Teresa Batlle arqts.

Febrero 2022